De alguna manera, y tal como José María Castaño apuntó en su intervención, habíamos asistido a ese acto bajo el influjo o los hados de ese Manuel de los Santos Pastor, “Agujetas de Jerez”, buscando ese ya imposible encontrar… aquel estremecedor instante de genialidad que Manuel y sólo Manuel desangraba por su garganta de sangre. Y ya sea precisamente por la herencia de esa misma sangre, la lógica emoción de un hijo dolido por la muerte de su predecesor o aquella estrella fugaz que relampagueante se quiso pasear por el cielo azabache, lo cierto es que mucha de esas formas o desformas de desatada amargura cantaora la vivimos en el pasado Viernes Flamenco en el Alcázar jerezano.
Emocionante fue ver y oír a Kanako, viuda de Manuel: “Para mí sigue vivo, está en el campo conmigo”. Entre lágrimas y gestos compungidos de quien ha querido y sigue queriendo de verdad, bajo una preciosa foto de Manuel que presidió toda la actuación de su vástago. “Yo soy el mejor –sentenció- porque sí”.
Ese hijo del saber dolerse que se llama Antonio Agujetas, quizás con ese derecho de legítima herencia que uno se otorga a sí mismo ya que el mundo ignorante y bullanguero es incapaz de dar. Y es que toda la actuación de Antonio, de principio a fin, estuvo bañada y empapaíta de emoción desatada, esa llamada primitiva a los arcanos de los soníos negros y esa rebeldía casi desafiante a las propias leyes del cante y su idiosincrasia misma.
Justo es decirlo, hoy por hoy, sólo Antonio es capaz de llevarnos a ese trance visceral de amargura y desazón en los límites de una voz capaz de arañar esos cristales y espejos que se rompen ante lo jondo de sus formas o desformas agujeteras, herencia del viejo Agujetas y a su vez de Manuel Torre, Tío José de Paula y aquellos seguiriyeros. Y digo bien eso de “formas y desformas”, pues si lo que hacen ese Antonio o esa Dolores Agujetas es el cante, justo sería decir que todo lo demás… es vano canto más o menos aflamencado. Mucho pensé y sigo pensando sobre ese casi místico lenguaje de toreo anárquico y doloroso del toreo de Paula o ese mismo lenguaje del cante de Manuel Agujetas… si eso es el toreo y eso es el cante, lo demás… es el vano oficio de ejercer una profesión, con mayor o menor lucidez, pero nunca jamás es un “no sé qué” que nos hacía transcender a otro estado emocional.
Antonio Agujetas, el pasado viernes, nos parecía hablar con ese mismo lenguaje a través de ese “no sé qué” donde lo que menos importa son las formas y lo que más esas desformas donde uno se pierde para ya sólo allí hallar y encontrar la verdad y esencia de todo esto… el sentimiento desnudo no sólo de dolerse… sino más allá de un saber dolerse. Quedó en el aire de la noche ese eco que emana de la voz, ese eco lejano y cercano, del traerte y del llevarte, del cautivarte y del liberarte, del cruzarse y del ceñirse, del templarse y del quemarse… ese eco que es la voz que ya sólo queda, desnuda de mentiras y vestida de verdades. Quedó el lamento de un hijo y el inolvidable recuerdo a un padre, ese “Rey del cante gitano”, estrella fugaz, inquietante e imprevisible, como esa misma que se paseó por el cielo nocturno del Alcázar de Jerez.