Tras más de dos décadas distante del circuito editorial, Rafael Soler (1947) daba a la luz en 2010 Maneras de volver. Un año después, Las cartas que debía sumaba un nuevo título a su trayectoria y reafirmaba su voluntad de quedarse entre nosotros a golpe de verso y vívido verbo. Ahora, la editorial ecuatoriana El Ángel publica nuevamente estas lúcidas cartas donde se aúnan sólidas metáforas y sugestivas secuencias que devuelven al lector una voz de honda sensibilidad.
El poeta se adentra en un territorio donde la conciencia íntima percute en el alma y en la sed de ordenar un puzzle pretérito y aún latidor: “Creo en la palabra dada”, escribe. Y en la sentencia de su verso, cabe además la fértil promesa de no retroceder nunca y “tutear al futuro cuando venga”.
En catorce apartados, Rafael Soler se enfrenta sin contemplaciones y con desnudada voz a la sombra de un cielo silencioso, al vacío de la desesperanza, al temblor de los espacios comunes, a los misterios del amor y el abandono…: “Un collar de perlas/ para anudar tu cuello con el mío (…) y una falda trágica/ izada más de más de lo más alto”.
Y así, confiado en la audacia expresiva de su decir, en el heterogéneo imaginario de su verdad, el yofunciona como inventario que precede a la liquidación de viejas deudas y exorcismos presentes. Los mismos, al cabo, que desembocan en momentos de altísima temperatura, como p.ej, en el turbador tercer apartado,A Daniel, cuando escupe manicomio: “Daniel/ Daniel de los siervos con permiso/ Daniel el que cierra los postigos/ el que habla con espuma cuando calla/ Daniel el de las chispas incorruptas”.
La identidad creativa del escritor valenciano permanece intacta y ese escribir desde los adentros, desde la autenticidad que respira lo puramente lírico, le permite articular lo específico y lo absoluto, lo inmaterial y lo tangible desde un territorio privilegiado: el de la trascendencia.
Anota en su prefacio Ramón Hernández que es esta una poesía “pletórica de serena autenticidad”, y la cual deja “una puerta abierta a otros nuevos horizontes”. Y, en verdad, que Rafael Soler conoce la manera de sumergirse en otros espacios, en otros territorios desde donde extraer una materia sensible, moldeable, desde el cual diversificar su mensaje y su acontecer: “no pierdas la costumbre/ de ser el primero en las derrotas/ que aguardan tu paso con un ramo/ perder es la manera/ de alumbrar en soledad una certeza/ perder a muerte plena/ a seca cimitarra/ en busca de tu cuello”.
En este apasionante diálogo con la memoria y con el mañana, con lo fracturado y lo renacido, hay, además, una semántica innovadora capaz de hacer palpable la escritura y convertir en significante todo aquello que pueda librar del olvido. Y, tal vez, sea esa la mejor virtud del autor, la de acentuar lo deshabitado para renombrar definitivamente la lumbre que mejor alimenta. Y más cobija: “Dame la luz que me quitaste/ para ponerla con un misal en tu mesilla/ es mía y te lo exijo/ dame los brazos/ que tanto necesito para otros (…) y si lo estimas oportuno/ por tu descanso eterno y por el mío/ dame el perdón que no te pido”.