Hay situaciones en las que se dice que el arte es otra cosa, pero sin precisar qué se entiende verdaderamente por tal. Un misterio que Manzanares ayudó a desvelar ayer desde los tres parámetros que vienen a ser la clave del toreo, del buen toreo: temple, ritmo y profundidad.
El arte sin adjetivar, que no da lugar a interpretaciones partidistas. Ayer coincidió toda la plaza en el gozo colectivo por la contemplación de ese arte.
Tan delicioso fue el toreo de Manzanares, por la galanura de su capote, por el encanto y el duende de su muleta. Faena cumbre también por la exactitud en su planteamiento técnico, con mención especial al temple, arma infalible. Un auténtico monumento al arte de torear.
Y antes de seguir conviene significar la aportación del toro. Que si Manzanares rayó en lo celestial, el ejemplar de El Pilar tampoco le fue a la zaga. Toro y torero al cincuenta por ciento para entender plenamente la grandilocuencia de la obra.
El suceso ocurrió en el sexto de una tarde que tuvo también notable acento artístico por parte del propio Manzanares en su toro anterior y de Castella que ya había cortado una oreja al quinto. Pero, sin hacer de menos esas faenas anteriores, la última de Manzanares marcó el cenit de lo que se entiende por arte puro y duro.
No caben calificativos esta vez para el relato. Por delantales en el recibo de capote. Toreo a dos manos y por arriba en la apertura de faena. Y el engranaje del toreo fundamental.
Pero como aquello resultó tan de locura, ahora hay que intentar encontrar palabras que lo definan.
Entre series, inmaculadas y perfectamente hilvanadas, las alegrías de un cambio de mano, o de la trinchera, o el pase del desdén, y por supuesto el final de pecho.
El toro, incansable, mantuvo en todo momento el buen tono de su noble embestida, y mientras el alma del torero volaba también a más en la interpretación.
Cantar la faena ahora que ha pasado puede parecer pretencioso. Por el fallo a espadas le dieron sólo una sola oreja. Pero en Sevilla no se habla de otra cosa.
Del mismo Manzanares hay que recordar que en su toro anterior, aunque con menos estrecheces, por momentos bordó asimismo el toreo. Al natural lo hizo sobrenatural. Pero tampoco funcionó la espada.
Una oreja también cortó Castella por una faena en la que primó la seguridad, la quietud e igualmente el temple.
Quizás este toro quinto no lució el todo su extraordinario fondo. Bravo, sin embargo, al estar Castella con la muleta continuamente encima, sin darle respiro, no terminó de sacar tanto bueno como apuntaba. Sin que sea una descalificación, Castella cortó una oreja donde se adivinaban dos.
Distraído y con poca voluntad de embestir fue el toro segundo, con el que Castella estuvo solamente discreto.
El Cid abrió la tarde con un manso refugiado en la querencia y pendiente de irse. Imposible meterlo en la canasta.
Y el cuarto no fue fácil, pues se revolvía pronto, reponía, “se metía” para adentro y sin humillar lo suficiente.
Algunos entendieron que por moverse eran atributos buenos. Pues no. De ahí la incongruencia e injusticia final de los pitos tributados al torero.