Lo del regidor de la Villa de Madrid, que va a ser secundado por otros muchos colegas de otras muchas ciudades españolas, ha sido para mí como la trompeta que anuncia el día del juicio final. O sea, como un acicate para la angustia generalizada (algún cretino incluso me ha recordado que Nostradamus habló de un Papa negro que anunciaría el fin: obviamente, hay quien se está pasando mucho, por creer a Nostradamus, por pensar en que se acaba el mundo –que no, hombre– y porque Obama ni es Papa ni es exactamente negro).
Pero es el caso que nos anuncian, con o sin las ayudas a las hipotecas como las que se aprobarán este sábado en Consejo de Ministros, unas navidades no exactamente blancas, pero sí sin blanca. La cesta de la compra ha subido como una flecha, los títulos de valores están por los suelos y perder el trabajo es algo que muchos ven como algo alarmantemente próximo. La preocupación por la situación económica, por la individual de cada cual, que es la que de veras angustia, ocupa los primeros lugares en el índice de problemas de los sondeos. Y no es que no inquieten la situación de la educación, de la sanidad o el terrorismo: es, simplemente, que ahora lo prioritario es cómo andan de vacíos los bolsillos.
La Navidad, época consumista donde las haya, viene, pues, con recortes, lo que siempre ofrece un panorama algo deprimente. Lo vamos a notar en todo: en las antaño alegres minivacaciones de Nochevieja, en la iluminación de las calles, quizá en los mismísimos escaparates, a los que nos asomaremos con la irreprimible tristeza de la impotencia. Es de temer que una sombra imperceptible se cuele por las rendijas de las fiestas más entrañables del año, tiznando la nieve con el carbón que, ¡ay!, puede que les caiga a muchos niños, aunque hayan sido buenos, en lugar de los regalos de los Magos.
Me temo que este año lo que va a proliferar, en esos días navideños que se nos echan encima, serán las inocentadas, sobre todo las que nos prepare la Bolsa. Pero lo que nos viene en 2009 no van a ser ninguna broma, sospecho.