“Si usted no ha investigado un problema, se le priva del derecho a opinar sobre él. ¿Es esto demasiado brutal? No, en lo más mínimo. Puesto que no ha investigado el estado actual del problema ni sus antecedentes, e ignora su esencia, cualquier opinión que exprese al respecto no pasará de ser un disparate. Decir disparates, como todo el mundo sabe, no resuelve nada; así, ¿qué habría de injusto en privarlo del derecho a opinar? Muchos camaradas no hacen más que lanzar disparates con los ojos cerrados; esto es una vergüenza para un comunista. ¿Cómo puede un comunista decir tonterías con los ojos cerrados?” (Mao Zedong: Contra el culto a los libros, mayo de 1930, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1974).
El Gran Timonel estaba iluminado cuando escribió el párrafo precedente. Para él la libertad de opinión tenía sus límites. Aquello que alguien desinformado, indocumentado, ignorante de la materia sobre la que habla, enuncia como opinión (en realidad, falsa opinión), es totalmente desechable, carece de valor y, cuando se están tratando temas importantes, no tiene sentido perder el tiempo escuchando o leyendo sandeces y desvaríos, incluso no está mal prohibir por ley semejantes despropósitos. Lo que comúnmente se denomina libertad de opinión —cualquiera puede decir lo que le dé la gana sobre lo que quiera— es un mito de la ideología burguesa y una trampa rastrera destinada a generar la ilusión de que se vive en un régimen de libertades universales, mientras que la libertad de expresión se convierte en lo contrario de sí misma, en la parodia de un lenguaje que el poder de las corruptas democracias del capital nunca tendrá en cuenta. Que ladren, y nosotros cabalgamos.
El 18 de abril de 1966, un editorial del Diario del Ejército de Liberación, ya dominado por los maoístas, proclamaba: “Levantemos la gran enseña roja del pensamiento de Mao Zedong y participemos de forma activa en la Gran Revolución Cultural Socialista”. El 1 de junio, el Diario del Pueblo, principal órgano de expresión del Partido Comunista, caía también bajo el control de los partidarios de Mao para hacer frente a las facciones revisionistas y procapitalistas en el seno del comunismo chino.
En los años treinta, y en relación a la estrategia y tácticas del movimiento guerrillero, el Gran Líder afirmaba: “Nunca dejes que el enemigo tome la iniciativa. Retírate cuando avance. Ataca cuando descanse” (Mao Zedong: La guerra de guerrillas, Editorial Huemul, Buenos Aires, 1966).
Mao cerró universidades e institutos de enseñanza secundaria y mandó a los estudiantes a recorrer el país para que lo volvieran del revés con el fin de sustraerlo a una degeneración ideológica y política que, de no ser abortada, acarrearía funestas consecuencias sociales de carácter regresivo. Muchedumbres de jóvenes y adolescentes de ambos sexos, embajadores nómadas de un disturbio infinito, iban de un lado a otro de manera incesante; a pie, en camiones, en ferrocarril, en barcos. Eran los Guardias Rojos (GR). El objetivo consistía en una reconversión integral de la sociedad según los criterios esenciales del marxismo-leninismo en toda su pureza, conforme a la reelaboración teórica llevada a cabo por Mao.
Los trenes iban atestados de gente; viajeros normales y una multitud de miembros de la Guardia Roja y de soldados. El Ejército se movilizó por los tumultos que se habían producido en determinados territorios. Se calcula que 300 millones de personas estuvieron recorriendo todo el país. Los Guardias Rojos actuaban como una marabunta. Invadían fábricas y aleccionaban a los directores y operarios sobre técnicas revolucionarias de trabajo, con lo que provocaban enfrentamientos y disputas. Muchos gerentes y ejecutivos de las industrias fueron destituidos a instancias de las brigadas de guardias. También irrumpían en las comunas agrícolas. Sin embargo, se organizaron grupos de obreros y campesinos para oponerse a los actos de la Guardia Roja. Todas las autoridades sospechosas de derechismo padecieron ataques implacables, de los que no se salvaron ni siquiera los más altos cargos del Partido, como Liu Shaoqi, Deng Xiaoping o Peng Dehuai.
En las calles de las ciudades y pueblos se instalaron altavoces que aullaban, sin parar, consignas políticas e ideas del Sublime Maestro, las contenidas en su archifamoso Libro Rojo, leído y releído hasta la saciedad, agitado con la mano en alto como símbolo del pensamiento revolucionario. En una mano el Libro y en la otra un palo.
Que nadie supiera lo que estaba arriba y lo que estaba abajo. Sembrar la consternación. Agudizar las contradicciones. Sacudir las mentalidades para impedir el inmovilismo. Acabar con toda sensación de seguridad. Alerta máxima. Disolución de conceptos morales y sentimentales (“Los sentimientos son la sífilis del alma”, había dicho Stalin). En todo caso, sexo, pero no amor; y ni sexo, puesto que éste era considerado “una complicación corporal”. La acción política estaba por encima de todas esas futilidades que estorbaban la praxis revolucionaria. Se extendió una castidad marxista-leninista. Nada de matrimonio. La felicidad fue declarada noción errónea por su naturaleza eminentemente subjetiva. El individuo sólo debe entregar sus energías al conjunto social.
Fueron destruidos cementerios en señal de rechazo a la familia tradicional y al culto a los antepasados; destruidos museos, bibliotecas y edificios patrimoniales (templos, santuarios). Pero esto fue únicamente en los comienzos. Se cerraron teatros, salas de ópera y de cine, hipódromos, circos y cabarés. El único entretenimiento era la lectura de los numerosísimos periódicos murales y afiches (dazibao) en los que aparecían noticias, artículos, críticas o hasta chistes, siempre con un acentuado signo político. Los pensamientos de Mao podían “recitarse, copiarse, discutirse, e incluso bailarse, cantarse y representarse en forma de pantomima en la que actúan actores vestidos con los uniformes de las tres ramas de las Fuerzas Armadas” (Louis Barcata: China. La Revolución Cultural, Aymá, Barcelona, 1968).
Se fomentó la caza de los intelectuales, a los que se acusaba de elitismo, academicismo, aburguesamiento, desprecio hacia el pueblo. Se confeccionaron listas negras. Profesores universitarios, escritores, artistas, padecieron humillaciones públicas, ultrajes, violencia física, despidos o internamientos en campos de reeducación. Éste fue uno de los platos fuertes de aquella revolución dentro de la Revolución.
Pero no todo era un totum revolutum. La macrofiesta de la Revolución Cultural estuvo más tutelada y conducida de lo que podía creerse a simple vista. El Ejército fue en todo instante un elemento moderador, especialmente cuando los excesos alcanzaban un nivel paroxístico. Comandos secretos infiltrados, expertos en agitación, se ocupaban de sustentar la vorágine. Observada con la suficiente perspectiva, la Revolución Cultural fue una grandiosa y excepcional manipulación de masas realizada por Mao Zedong en beneficio de sus ambiciones políticas; manipulación comparable a las fabulosas exhibiciones de hipnosis colectiva del doctor Mabuse.
Surgieron divisiones en la GR, con la formación de hasta 54 corrientes que terminarían reagrupándose en dos tendencias: los radicales y los ultrarradicales. Desde el Centro Maoísta del PC el ímpetu de los Guardias Rojos era debidamente dosificado y distribuido, combinándose el apoyo y la contención, dinámica que suscitaba el confusionismo general.
En el verano de 1967, el diagnóstico de que China se encontraba inmersa en una guerra civil no era una hipérbole. Además, para entonces, las metas de Mao, en sus aspectos básicos, habían sido logradas; de ahí que, al año siguiente, se procediera, por parte de sus propios instigadores, a la eliminación de la Guardia Roja. La mayoría de los estudiantes volvieron a las aulas. A los círculos más recalcitrantes, o potencialmente peligrosos, se les aplicaron métodos expeditivos (deportaciones, detenciones, encarcelamientos y algunas penas de muerte). Desde 1968 hasta 1970, más de cinco millones de guardias rojos fueron desterrados a las más lejanas demarcaciones rústicas para entrenarse con el arado y la azada. Allí hubo muchos que permanecieron más de diez años. A eso se le llamó “ruralización”. Otros dieron con sus huesos en “establecimientos de rehabilitación”, para ponerse al día. Y ello independientemente de ciertos exterminios sigilosos. Ajena a la instrumentalización de la que era víctima, una alocada juventud china pagó con creces su fanatismo fantasioso y su atolondrada ingenuidad. Las purgas se extendieron hasta 1976, año de la muerte de Mao.
No obstante, la denominación Guardia Roja subsistió después del 68, pero con otra semántica (asociaciones juveniles); así como la Revolución Cultural se mantuvo en términos teóricos y sin la efervescencia pasada.
El de Mao Zedong es un pensamiento poético y, por lo tanto, esencialmente polisémico, más el inevitable componente oriental, con su legado de misticismo taoísta en el caso chino. El Yin y el Yang, con la unidad (complementaria) de los contrarios, se reciclan a través del materialismo dialéctico (con el que tienen un parentesco parcial) dando como resultado un brebaje multiuso, una amalgama filosófica que igual sirve para un roto que para un descosido; para justificar tanto posiciones rebeldes como conservadoras. A veces, las mismas citas eran interpretadas en sentidos completamente antagónicos. Pero, a pesar de todo, la obra de Mao Zedong está llena de verdades incontestables.
El Tao Te King dice: “El Tao que puede ser denominado Tao no es el verdadero Tao”. Y, por simetría esotérica: “El Mao que puede ser denominado Mao no es el verdadero Mao”.