Me unto la cara con Hemoal. Me clavo en cada poro de mi piel microenemas de Dulcolaxo. Me tapono el alma con diez millones de comprimidos de Fortasec. Me refriego la lengua con Chilly. Ya estoy preparado. Coloco mi trasero en el sofá y enciendo la televisión.
Los ojos se me derriten a cada zancada. Me convierto en una enorme lágrima que torna a roja y que se desintegra dejando un rastro de sangre. Me paro cuando vuelvo a ser nada. Sin ojos miro el charco que me precede. Me zambullo en élMe pesan los años. Más que hablar, insulto en mis soledades. De tanto querer entender, os juro que hay días que no entiendo nada. Sesteo y babeo sobre un cojín.
En mis sueños se entremezclan los tiempos verbales. Viajo hacia un edificio de una sola planta de ventanas enrejadas. Sus paredes blancas se elevan sobre un descampado, alejado de cualquier sitio. Está rodeado de césped y tras la puerta de entrada reluce un vestíbulo de baldosas pulidas y abrillantadas. El personal laboral viste batas blancas. Tras el vestíbulo pasillos que se bifurcan en la oscuridad. En la oscuridad gemidos, llantos y olor a orín.
No es mi abuela pero es mi abuela. Me adentro en uno de los pasillos y pregunto por ella. Está en una enorme sala, con sillas, mesas y un par de sillones. Una televisión relampaguea en la esquina superior. Sentada junto a una cristalera que da a un jardín, la luz le parte el rostro de forma perpendicular. Un claro oscuro macabro en mitad de una mañana resplandeciente. Un hombre cruza una y otra vez el salón apoyado en su andador. No es mi abuela pero es mi abuela. Quizás mi madre. Hay quien sobrevive con una bombona de oxígeno, hay quien llora mirando de soslayo un gotero. Es el reino del que se sale en un ataúd. Es el reino del abandono. En el jardín, salpicado por amapolas y un rosal, la Sociedad, encorbata y con prisas, se asoma para acabar mirando hacia otro lado.
Comienzo a correr. Huyo. Los ojos se me derriten a cada zancada. Me convierto en una enorme lágrima que torna a roja y que se desintegra dejando un rastro de sangre. Me paro cuando vuelvo a ser nada. Sin ojos miro el charco que me precede. Me zambullo en él.
Desnudo me reconozco en una alcantarilla. Miro hacia arriba y veo un eclipse. Entre él y yo unas escaleras de hierro forjado. Bajo mis pies agua estancada y pestilente. Subo y subo. No es un eclipse, es la tapa de una alcantarilla. Empujo y aparezco en mitad de una transitada avenida de una gran ciudad cualquiera. Esquivo varios coches y me pongo a salvo en una acera. No es ciudad para viejos.
A mi lado un ejército de ancianos espera para poder cruzar. Los semáforos cambian de color a una velocidad irreal. Rojo, amarillo, verde y rojo otra vez. Apenas pueden dar un paso. Hacen el ademán de cruzar, cambia de color, y regresan a la acera. Los peatones más jóvenes cruzan y cruzan. Los coches aceleran, frenan y aceleran. Un hombre con arrugas hasta en la palma de sus manos decide no echarse atrás. Suena un claxon, un frenazo chirría y su cuerpo se esparce en el asfalto. Su alma se eleva y cae sobre el paso de cebra. El ejército de anciano lo observa mientras que un sinfín de manos le roba sus carteras y bolsos. Los hijos del atropellado se dan las condolencias, firman papeles y acaban enzarzados en una pelea por la herencia.
Alguien sonríe. Miro los edificios que cubren con su sombra la avenida. En una ventana la veo, es la Sociedad encorbata y con prisas que se asoma para acabar mirando hacia otro lado.
Me despierto de la siesta. Los tiempos verbales se reagrupan en mi presente. Me estoy haciendo mayor. Llamo a mis padres. Hablamos que cosas banales pero antes de despedirnos les digo cuánto les quiero. Regreso a la prisa. Hemoal, Dulcolaxo, Fortasec y Chilly para la merienda. Mañana quizás muera en un asilo o sobre cualquier puto paso de cebra.