Es en Gestes et opinions du docteur Faustroll, pataphysicien (edición póstuma en 1911) cuando Jarry sistematiza “la ciencia de las soluciones imaginarias” a través de la asombrosa excursión del doctor al que acompañan su ayuda de cámara, un mono babuino llamado Bosse-de-Nage, y un monsieur René-Isidore Panmuphle, escribano del Tribunal Civil de Primera Instancia del Departamento del Sena, que es quien narra los hechos. En esta, como en la totalidad de las obras de Jarry, el lenguaje resiste incombustible más allá de una maniática delectación exegética según pautas de las compulsivas interpretaciones escriturarias en los estudios bíblicos, enormidad de sesgo academicista a la que ha contribuido sobremanera un organismo —no creado por Jarry— como es el Colegio de Patafísica, pedante y ridícula institucionalización de algo que, por su propia naturaleza, repele todo oficialismo. La sedición lingüística e ideológica de Alfred Jarry solicita, respecto a su comprensión, un acto de empatía funcional que se resuelve sólo en base a dos opciones: bien una lectura estrictamente asimiladora del mensaje (que insta a un esfuerzo especial por parte del receptor), o bien una lectura poética como identidad continuativa de las formas originales. Más que de interpretar, la solución reside en re-escribir re-generativamente desde el sugestivo hermetismo multisemántico formalizado por un autor que hizo sus primeras armas en el espacio del simbolismo y sus claves de la síntesis elocutiva. Entre los “libros pares” (sus predilectos) de la biblioteca del doctor Faustroll (capítulo IV) son necesariamente remarcables la Babilonia (1895) de Joséphin Péladan y La hora sexual (1898) de Jean de Childra (seudónimo de Rachilde), junto a Baudelaire, Lautréamont, Maeterlinck, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé o Marcel Schwob. La presencia icónica de Péladan basta para advertir el interés de Jarry por el esoterismo; en cuanto a Babylone (1895) es una tragedia en cuatro actos (Théâtre de la Rose-Croix) de quien se proyectaba públicamente con look neobabilónico (cabellera, barba, tocados y prendas) y con el título de Sâr, asociado a la realeza asiria, que, según aseguraba, había sido transmitido a su familia; como guinda de la tarta, y en un acceso de espectacularidad, Péladan se autodefinió como “el hombre sándwich del más allá”. Faustroll, en el capítulo VII (“De los pocos elegidos”), agrega a los libros una serie de escuetos comentarios; de Babylone dice: “De Péladan, el reflejo, en el escudo tamizado por las cenizas de los antepasados, de la sacrílega masacre de los siete planetas.” Por lo que toca a Rachilde (su verdadero nombre era Marguerite Vallette-Eymery, 1860-1953), es una escritora que no tiene un nexo específico con las redes herméticas, aunque descubrió su surnom durante una sesión de espiritismo en modo güija, que ya es algo; no obstante, esto pudo ser fruto de su hálito fantasioso. Salonnière del decadentismo, bisexual (le gustaba vestirse con ropa de hombre) y defensora de la homosexualidad (dio la cara por Oscar Wilde y cuidó de su legado), erotómana, preocupada por la identidad de género, feminista sin feminismo y misógina, Rachilde fue autora prolífica, cuyas novelas más significativas son: Monsieur Vénus (1884) —que cuenta la historia de las extrañas relaciones entre una mujer aristócrata y dominadora con un obrero afeminado— y La Tour d’Amour (1899). ¿Hay vislumbres ocultistas en Rachilde? Los hay. Tal vez su conflictivo peregrinaje a través del destino que corresponde a todos los que disienten visceralmente de las normas sociales esconda un enigmático y aún disimulado sortilegio. Vivió rodeada de gentes del arte, la literatura y la farándula adictas a toda clase de excentricidades; su travestismo no sólo era material sino también psicológico por maridaje de opuestos, en línea con el pensamiento analógico de los esotéricos. Pero hay más. El nombre de Rachilde, decía ella, era el de un caballero sueco contactado en la mentada sesión espírita, algo que usó para justificar su perversa literatura (en la que no faltaba ninguna parafilia) debido al hecho de estar poseída. ¿Fue una argucia? Posteriormente —penetrando así con plenitud en el mundo del misterio— declaró que un hombre lobo se había adueñado de su cuerpo. En La hora sexual, un novelista, que tiene dos amantes, se enamora de una joven prostituta a la que identifica con Cleopatra y por la que sentirá un amor casto. El comentario de Faustroll en el capítulo VII se reduce a una palabra: “Cleopatra.”
Jarry desarticula el lenguaje del Simbolismo delatando el ritmo interior de lo que será la expresión surrealista. La metodología, indiscutiblemente patafísica, implica potenciar el sarcasmo y la causticidad como orden situacional intrínseco del discurso literario, dimensión posterior al tiempo, computable o no, cuando sucede todo lo que no se espera: “El palacio era un extraño junco sobre un agua tranquila acolchada en arena; Faustroll me atestiguó acerca de las Atlántidas debajo. Unas gaviotas oscilaban como los badajos de la campana azul del cielo, o los arrequives de libración de un gong. El señor de la isla vino a pie, brincando a través del jardín plantado de dunas. (...) Bebimos skhiedam y cervezas amargas, en los recesos de toda suerte de carnes ahumadas. Las horas eran dadas por campanas de todos los metales. Cuando la amarra hubo sido largada por nuestro lacónico mancebo, el castillo se hundió y murió, y reapareció espejeado en el cielo, unas leguas más lejos, el gran junco, irradiando el fuego de la arena” (XVIII). Todavía en este fragmento suenan cadencias simbolistas. En la isla de Her, o de Herm (hermetismo) “porque es pagana y está consagrada a Mercurio”, el doctor vindica la filología que ilumina la realidad del referente en su abismo: “Faustroll me enseñó que de un nombre sólo hay que leer su antigua y auténtica raíz, y que aquella que constituye la sílaba her, como de un árbol genealógico, vale tanto como decir Señorial” (XX). Las dedicatorias de los capítulos iluminan la historia de la cultura coetánea de Jarry en un sentido iniciático ya que “Dios es infinitamente semejante al hombre”; por citar algunos de los escogidos, están: William Crookes, Aubrey Beardsley, Léon Bloy, Paul Gauguin, Gustave Kahn, Stéphane Mallarmé, Henri de Régnier, Marcel Schwob, Laurent Tailhade, Rachilde, Paul Valéry, Pierre Loti, Pierre Bonnard o Paul Fort entre los más conocidos. Los textos de Jarry, si no eluden del todo “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” —el archivo en la conceptualización de Michel Foucault—, es verdad que ya en su escritura, sin que sea preciso invocar sistematizaciones epistemológicas, se consolidan dispositivos de transformación hacia lo efectivamente pronunciable como un discurso radical en su diferencia y apto para superar los límites vigentes de aquello que se puede decir, de ahí que Alfred Jarry haya conquistado un enclave legítimamente disruptivo en la literatura occidental, sin que por ello quepa desestimar materias tradicionales decisivas como aquí la de Rabelais, por traer a colación la más meridiana. De repente, en el quimérico viaje por mar de París a París, una descripción física y geográfica deriva hacia lo que podrían ser los preliminares de un actualísimo relato distópico bajo una sombra mitológica: “La temperatura de la isla es moderada según el dictamen de los termómetros llamados sirenas. Durante el solsticio de invierno, la sonoridad atmosférica desciende de la blasfemia del gato al zumbido de la avispa, al del abejorro y a la vibración del ala de mosca. Durante el solsticio de verano, todas las plantas antedichas florecen, hasta el calor sobreagudo de los insectos encima de las hierbas de nuestra tierra. Por la noche, Saturno hace chocar, en ella, su sistro contra su anillo. Y, en ella, el sol y la luna resplandecen al alba y al crepúsculo, como címbalos divorciados” (XXIII). Panmuphle prosigue la visualización onírica de reminiscencias premonitorias dictadas por el inconsciente histórico, que ya es también un inconsciente extrasensorial en el paralelo de H. P. Lovecraft: “Hay un sapo monstruoso cuya boca aflora a la superficie del Océano y cuya función es la de devorar el disco caído [el sol], al igual que la luna come las nubes. Cotidianamente se arrodilla para su comunión circular; inmediatamente, el vapor le sale de las coanas, y se eleva la gran llama constituida por las almas de algunos. Es a lo que Platón denominaba el reparto por sorteo de las almas fuera del polo” (XXIV).