Tres, tres, dos. Hospital de Puerto Real. Un estrecho pasillo de paredes mitad blancas, mitad verde pistacho. Al final del mismo, la habitación trescientos treinta y dos, cerca, muy cerca, de una salida de emergencia. Al lado de la puerta una alarma, roja, contraincendios. Tres, tres, dos. Y esa lata de Aquarius y esa persiana bajada que luchaba contra los delgados haces de luz para crear sombras y figuras recortadas alrededor de tu cama. Y esa cama y esas sábanas y ese televisor apagado. Y esa esposa desgarrada, todo amor, que detenía el llanto antes de entrar para ofrecerte solo sonrisas y buena cara. Y esa madre, y ese padre, y ese hermano, y esas hermanas, y esos primos, y esos amigos, sumidos en el sufrir, en carne viva y herida. Tres, tres, dos.
Para ir al mercado, primo, te lo juro, doy un rodeo y aún así no me libro de ese escalofrío que me recuerda que la vida, si lo piensas, es una puta mierda.Y ese dolor inagotable que nacía de las entrañas para ser nudo en la garganta, descomunal cascada esas lágrimas que emanaban de los incrédulos ojos. Porque no podías irte, porque era imposible que te fueras. Tres, tres, dos, no es la habitación del adiós, es la habitación de un hasta pronto, un hasta luego, compadre. Y esa pastilla que se grita y se demanda y se ruega que alguien la invente. Y esas noches, y esas madrugadas y ese verano quebrado y helado en mitad de un agosto. Y ese aire que no entra pero nos ahoga a todos. Y esas natillas de chocolate. Y ese milagro que, maldita sea, no llega. Primo, lo sé, nos vamos de crucero. Sin maletas, yo con tu prima y tú con Lorena. Y esa calle Agustín Varo convertida en desierto, en puro silencio, y esas verjas que permanecen bajadas en eterna señal de duelo. Para ir al mercado, primo, te lo juro, doy un rodeo y aún así no me libro de ese escalofrío que me recuerda que la vida, si lo piensas, es una puta mierda.
Me hiciste familia, pusimos de moda ser los primos favoritos. Y ahora te veo, a cada hora, sobre el ciclomotor, con tu casco, con la barba recortada y bien perfilada, con las bolsas del Mercadona junto al sillín y siempre alegre y frenando en seco y forzando el motor y tocando el claxon para regocijo de mis pequeños. Te veo, me fijo y no, no eres tú… pero quiero, con profunda locura, que seas tú. Te veo, te juro que cada día te veo en los demás. Y así será hasta que sea verdad.
Los que creen en dios dicen que tras tu marcha, en el cielo, entre las nubes y los rayos del sol, el atún crudo desfila vestido con perlas de aceite de oliva y escamas de sal marina con carbón. Anda revuelto el bacalao y los pulpitos sueñan con ser salchichas mientras mi pequeño Naím grita ¡Fran! Y yo lloro preguntándome dónde estás. Y yo soy llanto. Solo llanto. Puro llanto.
Qué fácil era quererte, qué fácil apreciarte. La risa en estricto luto y la memoria deshecha porque es imposible olvidarte.
En el coche nos alejamos de la tormenta que dejó tu ausencia. Mi mujer apenas habla. En calma hasta que se desata aquel nudo de la garganta y, desconsolada como nunca la había visto, llora y llora hasta que se apaga el día y se alza la luna. Tres, tres, dos. Y ese sudor, y esas coronas de flores y ese vacío y esa sensación de que algo se ha roto en mi interior. Tres, tres, dos. Primo, te lo prometo, nada más vernos de nuevo nos vamos de crucero o a desempolvar mis primeros recuerdos en el norte de Marruecos. Sin maletas, yo con tu prima, tú con Lorena. Tres, tres, dos. Habitación trescientos treinta y dos, cerca, muy cerca de una salida de emergencia.
El alma de los niños se fiaba de la tuya. Una cumbia lejana despierta los párpados que soñaron con Macondo bañado en ron. Una afrutada brisa marina coloca, grano a grano, la arena en cada duna, desde Camarinal hasta Trafalgar. El alma de mis niños se fiaba de la tuya porque es tan fácil quererte que no queremos olvidarte. Es tu recuerdo el que viaja desde Colombia a Barbate. Si voy al mercado, doy un rodeo. Mis hijos quieren gritar ¡Fran! Y yo quiero saber dónde estás. De nuevo ese escalofrío que constata que la vida a veces es una puta mierda. ¿No podrían irse solo los malos? ¿No podrían quedarse los buenos? Tres, tres, dos. De veras primo, qué dolor.
Salgo de casa. Voy al mercado. Subo Agustín Varo. Sueño con un último milagro. Encontrarme Los Reyes abierto, la moto aparcada en la esquina, con Lorena atendiendo las mesas de afuera, Pepi tras la barra y tú, desde la cocina, dando sabor a los platos. Tocar la campanilla, tres, tres, dos, y mirarnos como solo nos miramos los buenos, siempre con el corazón de par en par y las entrañas al viento. Que no primo, que no es un adiós, que es un hasta luego… hasta que nos volvamos a ver subiendo las escalerillas del último crucero. Siempre sin maletas, yo con tu prima, tú con Lorena. Cada uno en su habitación. Tres, tres, dos. Trescientos treinta y dos. Ya sabes, siempre cerca, muy cerca, de la salida de emergencia.