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Sábado 16/11/2024
 

Sin Diazepam

Al alba y frente al espejo

Orino a entrecortadas ráfagas. Me cepillo los dientes. Carraspeo y escupo saliva impregnada del tabaco del día anterior

Publicado: 31/05/2019 ·
14:33
· Actualizado: 31/05/2019 · 20:54
  • Amanecer. -
Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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  • Primero lo evidente. Canas en la barba conducen hasta esa alopecia que me desnuda el cráneo
  • El tiempo graba su impronta tras las córneas, amenazando con cataratas de recuerdos que son translúcidos cual papel de calco
  • Es en la opacidad de ese cristal donde se esconde el tiempo

Tose y me despierta. En la ventana aún reina la noche dibujando silencios que se estrellan en los cristales. Parpadean las primeras sombras alentadas por el alba que bosteza somnolienta. Bajo mis sábanas se escurren las pesadillas. Sobre mi pecho descansa el enclenque brazo de mi hijo mayor pero que aún sigue siendo el proyecto de alguien que recorrerá las calles del mañana. Con inusual delicadeza lo acomodo junto a su cuerpo. Parece que sonríe en sueños y se gira. Lo arropo, vuelve a toser y me levanto de la cama. Aún no son las seis pero desde un tiempo hasta esta parte, cuando me desvelo, me desvelo para olvidarme de mis sueños.

Inserto la llave, abro y en la entrada mis ojos se detienen en un espejo de medio cuerpo que saluda a las visitas. Absorto en mi reflejo quiero más

Orino a entrecortadas ráfagas. Me cepillo los dientes. Carraspeo y escupo saliva impregnada del tabaco del día anterior. En la cocina pongo el hervidor de agua y me preparo un té negro con su chorreón de leche fría. Entro en el salón, cierro la puerta, enciendo la luz y el ordenador y espero los primeros haces de luz con pequeños, dulces y cálidos sorbos.

Apenas clarea. Abro la puerta de la calle, bajo unos cuatro escalones, salgo del portal y me enciendo un cigarro. Susurros del ajetreo del despertar emanan de las casas de mis vecinos. Huele a café y a vidas incompletas. Justo en el momento en el que se apagan las farolas de mi calle, regreso.

Inserto la llave, abro y en la entrada mis ojos se detienen en un espejo de medio cuerpo que saluda a las visitas. Absorto en mi reflejo quiero más. Entro en el cuarto de baño porque allí puedo encender la luz sin molestar. Me desnudo por completo, coloco mis manos en los bordes del lavabo y observo detenidamente mi reflejo. Es en la opacidad de ese cristal donde se esconde el tiempo.

Primero lo evidente. Canas en la barba conducen hasta esa alopecia que me desnuda el cráneo. Tengo tetas, no pectorales. Me sacudo y la grasa de mi abdomen vibra. Me doy la vuelta y una persiana de vello reluce sobre mis omóplatos. Miro hacia abajo y mi pene parece vivir asustado ante los pliegos de un escroto cada vez más suelto. En las orejas parece que han anidado las golondrinas. Unas bolsas oscuras enmarcan mis ojos y entonces me cruzo con mi propia mirada. Ahí, tras el verde azulado de mis pupilas, se desvela lo que no es evidente.

Ese brillo se ha teñido de gris. No es que no tenga ganas de vivir, es que hay madrugadas en las que simplemente me siento cansado. Agotado. Mis ojos tardan en abrir. El tiempo graba su impronta tras las córneas, amenazando con cataratas de recuerdos que son translúcidos cual papel de calco.

Me observo mirándome y me veo. La desnudez me demuestra que mi mirada ha envejecido más, y peor, que mi cuerpo desnudo. Hay madurez, hay tristeza, hay impotencia, hay un sufrir que se oculta bajo la piel como si de un río subterráneo se tratase. Hay miedo, hay rabia. Entre mi rostro, el espejo y mi reflejo, se recortan imágenes de seres queridos que se fueron y otros que apenas conocía regresan a mi memoria ahogados en mis playas. Palpo el daño que he cometido y por vez primera siento la culpa. Una punzada revive mis dolores y otra me revienta el pecho ante la futilidad del paso del tiempo de inocencia siempre hambriento. Ya no soy inocente. “Papá, papá”, gime mi niño, “Papá, ¿dónde estás?”… En el cuarto de baño le respondo.

Abro la puerta, me recuesto a su vera, me regala su sonrisa y juro para mis adentros que mi próxima lucha centrará mis esfuerzos en mantener el brillo de su mirada y la presencia de su inocencia allá hasta donde me deje el tiempo. Lo abrazo, por la ventana se cuela el sol y desde mi alma me despido de la luna.

 

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